
Y ahí estábamos, una vez más tratando de tejer una eternidad en medio de un coctel de hormonas que nos embriagó. Eramos uno, pero pronto fuimos ninguno. Yo ya sabía a qué sabía usted. Y siempre me gustó, pero no lo suficiente como para diseñarlo a largo plazo. Y esa noche tampoco pintaba eterna. Salí antes de que la luz del sol nos sorprendiera.
Acepté su compañía solo para huír de la inevitable monotonía del todo. Era la mejor oportunidad o no mejor, sino la más conveniente. Justo ahora no le creo a mi criterio. No me importó que por esa boca se hubiesen paseado bocas conocidas, ni me atreví a preguntar de que huía su corazón. Todo fluyo, desde la curiosidad desmedida, esas ganas que le traía desde hace rato y un poco la sed de venganza. En un egoísmo nacido de la mezcla de todo eso me busqué la forma de traerlo a mí, o mejor, de ir hasta él.
No me arrepiento. Logré lo que quería.
Al igual que la noche anterior, esa mañana amanecí diferente. Sabía que todo había acabado. Entonces decidí que podía posar los ojos en el de la sonrisa linda y ahí se me ocurrió que debía armar el plan macabro y perfecto que lo traerá a mí, o mejor, que me llevará a él. Pero despacio, no me quiero convertir en una con mil noches y pocas experiencias.

Usted volvió a mí cuando ya no lo buscaba. Cuando el azar armo un desastre y nos teníamos que ver el
mismo día, a esa hora, en la misma clase. La única, y yo espero, última coincidencia académica. El momento perfecto, justo ese último instante de ya no vernos nunca jamás. Y aquí lo suprimo, en medio de palabras que justifican su efímera presencia, la que alguna vez me hizo creer que era distinto. Al final ya no lo creía y eso hacía aún más perfecto lo imperfecto. Pensar que alguien es distinto es la mejor forma de darse cuenta que es igual al resto.
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