De mentes bifurcadas y efímeras...

No me atrevía a volver a escribir sobre usted. Lo guardo, pero no como tesoro sino como aquel secreto furtivo que tal vez nadie más vaya a saber. A nadie le importa. Ni a mí. Lo escribo con la implícita necesidad de recordarme que así la paso mejor. Que ya no busco en nadie la eternidad, ni siquiera en mí misma. Que no es el único, ni el último.

Y ahí estábamos, una vez más tratando de tejer una eternidad en medio de un coctel de hormonas que nos embriagó. Eramos uno, pero pronto fuimos ninguno. Yo ya sabía a qué sabía usted. Y siempre me gustó, pero no lo suficiente como para diseñarlo a largo plazo. Y esa noche tampoco pintaba eterna. Salí antes de que la luz del sol nos sorprendiera.

Acepté su compañía solo para huír de la inevitable monotonía del todo. Era la mejor oportunidad o no mejor, sino la más conveniente. Justo ahora no le creo a mi criterio. No me importó que por esa boca se hubiesen paseado bocas conocidas, ni me atreví a preguntar de que huía su corazón. Todo fluyo, desde la curiosidad desmedida, esas ganas que le traía desde hace rato y un poco la sed de venganza. En un egoísmo nacido de la mezcla de todo eso me busqué la forma de traerlo a mí, o mejor, de ir hasta él.

No me arrepiento. Logré lo que quería.

Al igual que la noche anterior, esa mañana amanecí diferente. Sabía que todo había acabado. Entonces decidí que podía posar los ojos en el de la sonrisa linda y ahí se me ocurrió que debía armar el plan macabro y perfecto que lo traerá a mí, o mejor, que me llevará a él. Pero despacio, no me quiero convertir en una con mil noches y pocas experiencias.

Poco pasó para que me volviera a encontrar con sus ojos indiferentes. Yo le aporté al encuentro la menos sincera de mis sonrisas. Poco duró tan incómodo cruce. Igual, debo decir que algo me hizo sentir que tantos momentos de ciencia y filosofía hubiesen muerto en ese último orgasmo. Antes que ser amantes éramos compañeros de locuras. Para algunos las soledades se hicieron para estar solas, y hacerse compañía de vez en cuando.

Usted volvió a mí cuando ya no lo buscaba. Cuando el azar armo un desastre y nos teníamos que ver el
mismo día, a esa hora, en la misma clase. La única, y yo espero, última coincidencia académica. El momento perfecto, justo ese último instante de ya no vernos nunca jamás. Y aquí lo suprimo, en medio de palabras que justifican su efímera presencia, la que alguna vez me hizo creer que era distinto. Al final ya no lo creía y eso hacía aún más perfecto lo imperfecto. Pensar que alguien es distinto es la mejor forma de darse cuenta que es igual al resto.

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