04.12.16: There is a crack in everything...

"Monsters are real,’ Stephen King said. ‘And ghosts are real too. They live inside us, and sometimes, they win." 
–Matt Haig, Reasons to Stay Alive





Trato de hacer un resumen en mi cabeza de esta fracción de tiempo. Quizás no todo empezó ese 4 de diciembre, fecha de la que no me acuerdo en absoluto (a lo mejor no fue tan especial), sino más bien como en agosto cuando, por una discusión de la cuál fui el mismísimo centro, me encontré cambiando perspectivas. Resulta que lo que piensen quienes me rodeaban me resultó útil para volver a construir mi reflejo, como siempre, disociándome, borrándome y olvidándome; para asociarme, dibujarme y construirme de nuevo.

Ahora, si lo vemos desde esa perspectiva, cada vez que me ocurre algo que me traumatice de sobremanera (¡Y vaya que es seguido!) siento que muere un pedazo de mí y renace una nueva persona. Si me sentara a discutir conmigo misma pero de 14 años, me abrazaría y luego me diría que busque ayuda. Pobre niña, triste, sola y enferma. Ahora, a la yo de 17 años probablemente la odiaría por patética y desubicada. La de 20 años, en cambio, arruinó a la liberada e intelectual en la que se había convertido, por andarse enamorando. Nada peor que perderse a uno mismo por culpa de uno mismo. Y las que le siguieron a ella, han sido producto de los experimentos, de las horas leyendo y escribiendo, de los aviones y los buses, del arte y la música, del prozac y el litio, del síndrome de cushing y la ansiedad, de las personas, los perros, las estrellas, los planetas, las ciudades. No es que me caigan mejor, pero cada día siento menos ganas de golpearlas. De las más de 20 versiones que salen cada año de mí misma, la que me cae mejor es probablemente la lunática de tres años, ya a esa edad con traumas y miedos, que pedía que le dibujaran elefantes y que iba coleccionando flores. Todo un personaje. 

Con ello, la señorita 2015-2016 aprendió a más que, quizás, ninguna señorita anterior. Decidió no cumplir años, pues no envejece desde los 14 (y no engorda tampoco, así que no importa). Vivió mejor, en perspectiva, cuando el exceso de empatía a la tragedia ajena no le inundaban sentimientos oscuros. O cuando no conocía la muerte cercana, aquella de un 7 de octubre la dejó perpleja, a la deriva de su propio cerebro sin respuestas. O cuando reaparecieron la enfermedad y los ataques de pánico, ambas cosas incomprensibles, que de repente la convierte en una inválida psicológica, que la lleva a tener que visitar clínicas hostiles y ver doctores crueles, y enfrentarse al mundo aún más cruel. Cuán extraña fracción de tiempo. Me tomó un poco de tiempo darme cuenta que todo eso hizo que mi zona de confort se expandiera, que aprendiera a ver más allá de mi refugio imaginario y que hay una grieta en todo, pero que así es como entra la luz.

A veces todo era muy bueno. Demasiado para ser verdad. Mi propio reflejo en las ventanillas de los casi 20 aviones me gritaban cuán exitosa era, cuán afortunada. Y al llegar a cada ciudad volvía a ser la lunática de tres años pero con más consciencia, más plata, más experiencia y menos miedo. Luego, los sucesos inesperados me hacían pensar que algo malo tenía que pasar para que me ocurrieran tantas cosas tan buenas y, en efecto, tenía razón.

El universo se tiene que equilibrar de cierta manera. Creo profundamente en ello. Así escribo después de dos días en cama por culpa de la enfermedad y dos meses de haber perdido lo que más amaba y dos años tratando de reconciliarme con la que soy y no soy. Happy Birthday, Mon Amour Annie. Keep raising, bitch.



Imágenes tomadas de: Tumblr y Jana Miller

Escribiendo



Dejé de escribir.
Creí que se debía a que ahora es una obligación y lo que escribo luce distante y tengo que seguir reglas de otros. Y la excusa más falsa de todas: porque ahora no lo disfruto tanto. Qué estupidez. Si escribir es mi vida, y no porque viva de ello sino porque por ello vivo. Hoy tuve que recordarlo.

Tuve que volver a escribir.
Lo pensé hace un par de días mientras el desespero de una mente desordenada suplicaba por alguna forma de orden a algo que no entendía muy bien, entre exceso de información y exceso de ansiedad. Se me pasó por la mente pensar que escribir era la respuesta. Pero no sabía cómo hacerlo muy bien, qué es lo que debería escribir. Hasta que hoy, de la nada empecé a hacerlo. Y a mano.

Le tengo temor a escribir a mano. Es una tarea difícil para una mente desordenada principalmente porque al equivocarse hay que tachar y porque hay como un 90% de posibilidad de equivocarse cuando las ideas se atropellan las unas a las otras en un intento por saltar al papel. Odio tachar. Me siento errónea, equívoca. Débil. Imperfecta. Entonces, supongo, escribir de nuevo por placer empezaba a ser una hazaña.

Hazaña. Ante mí misma la imperfección está mal. He sido tan imperfecta ante los demás, que evito mostrarme a mí misma mis propios errores. Logré llegar a esa conclusión después de las peligrosas sesiones de autopsicoanálisis que practico a veces, cual sesiones de brujería, pero con libros de Carl Jung en vez de colecciones de hechizos mágicos.  Me gusta conocer mi inconsciente, principalmente porque si uno dice en voz alta que le tiene miedo a tachar, pues suena estúpido ¿no? pero cuando le crea una teoría argumentada desde la psicología analítica explicando su propia neurosis no suena tan mal. Al menos es una explicación a mí misma, que me sirve.

Ahora bien, con todo ello me enfrenté a mi estúpido miedo a enmendar palabras. Me decía que no importaba, que escribiera despacio, lo que me saliera. Escribí un primer párrafo. Cuarenta palabras, cero tachones. Pausa. Recordé que puedo tomar té mientras escribo. Fui por el té. En mi viaje a la cocina, mi cabeza empezó a arrojar conclusiones, aún en desorden, pero no importa. Las conclusiones son respuestas. Terminé de preparar el té y regresé para retomar el paper. Escribí lo que mi mente empezaba a concluir. Dejé el té a un lado. Otro párrafo. Cincuenta palabras, cero tachones.

Ahora no pensaba en conclusiones, sino en preguntas, lo cual me causó una especie de angustia. Me imaginé que lo de escribir no estaba funcionando. Lo que no sabía yo era que esa era la forma en la que mi mente buscaba la certezas, así, preguntándose por ellas. No lo entendía, hasta que llegué al final del tercer párrafo. Y de nuevo, ni un solo error.

Al iniciar el cuarto párrafo la respuesta, surgió de las mismas palabras. No dejé de escribir por la obligación misma, ni por cuán distantes lucen mis escritos, ni porque tenga que seguir reglas de otras personas. Tampoco porque le tema a los tachones. Le temo a escribir cuando me tengo que enfrentar a mis propias verdades, tan ocultas de mí misma; a esas ganas de usar las palabras como armas blancas hasta despedazarme las entrañas, y a esas partes volverlas cada vez más minúsculas, y así arreglármelas para seguir viva.
Y aún, hoy, volví a escribir.

Imagen de acá.

Rehabilitarse pt. 2: El aguacate


Este escrito tiene primera parte, que se puede leer aquí.

Como un descubrimiento arquimédico me di cuenta que mi fruta favorita es el aguacate. Sí. El día en que sucedió estaba con mamá, a eso de la hora del almuerzo. Expresé mi hallazgo con entusiasmo, más para mí que para ella. Eureka. Ese día comprendí que estoy encontrando respuestas. Mis dos mitades se empiezan a poner de acuerdo. Tal vez no me era ésta una cuestión que me torturase en las noches, digamos, pero significaba algo: me acercaba a descifrar otras certezas más relevantes.

Verán, no es tan fácil. Es que para empezar, rehabilitarme ha sido exactamente eso, tratar de encontrarme a mí misma entre una madeja de conexiones neuronales fallidas. Ahí, más allá de los traumas y miedos y de la introspección en la que me alojé desde hacía un tiempo. Una respuesta, por muy aguacate que sea, es algo que me acerca a ese encuentro con aquella que se escondió y hay que encontrar a punta de pinchazos de aguja, terapias y medicamentos.

Gracias a este proceso he entendido que no soy mi patológica enfermedad mental ni sus trastornadas derivaciones, ni las crisis, ni los ataques de pánico. También que hay cosas que subyacen en el inconsciente y que por algún detonante afloran hacia el consciente y que eso no está mal. Que la gente va a ser cruel, aún cuando les explico. Que tengo miedo a ciertas cosas. Que quería controlarlo todo sin saberlo.

Lo importante es que de la nada algo en mi inconsciente hizo clic. Alguna razón, ello que me desdibujó desde el subconsciente empezó a regresarme mis trazos, y de repente, si alguien pregunta, escojo al aguacate sobre cualquier otra fruta, incluso sobre las uvas chilenas. Boom. Las respuestas están donde menos se les espera. No estoy segura, ahora que lo pienso, si la rehabilitación hizo eso, si yo lo hice o si estoy tan perturbada que ya me hablan los aguacates.

Imagen de: Olivier Miche