Escribiendo



Dejé de escribir.
Creí que se debía a que ahora es una obligación y lo que escribo luce distante y tengo que seguir reglas de otros. Y la excusa más falsa de todas: porque ahora no lo disfruto tanto. Qué estupidez. Si escribir es mi vida, y no porque viva de ello sino porque por ello vivo. Hoy tuve que recordarlo.

Tuve que volver a escribir.
Lo pensé hace un par de días mientras el desespero de una mente desordenada suplicaba por alguna forma de orden a algo que no entendía muy bien, entre exceso de información y exceso de ansiedad. Se me pasó por la mente pensar que escribir era la respuesta. Pero no sabía cómo hacerlo muy bien, qué es lo que debería escribir. Hasta que hoy, de la nada empecé a hacerlo. Y a mano.

Le tengo temor a escribir a mano. Es una tarea difícil para una mente desordenada principalmente porque al equivocarse hay que tachar y porque hay como un 90% de posibilidad de equivocarse cuando las ideas se atropellan las unas a las otras en un intento por saltar al papel. Odio tachar. Me siento errónea, equívoca. Débil. Imperfecta. Entonces, supongo, escribir de nuevo por placer empezaba a ser una hazaña.

Hazaña. Ante mí misma la imperfección está mal. He sido tan imperfecta ante los demás, que evito mostrarme a mí misma mis propios errores. Logré llegar a esa conclusión después de las peligrosas sesiones de autopsicoanálisis que practico a veces, cual sesiones de brujería, pero con libros de Carl Jung en vez de colecciones de hechizos mágicos.  Me gusta conocer mi inconsciente, principalmente porque si uno dice en voz alta que le tiene miedo a tachar, pues suena estúpido ¿no? pero cuando le crea una teoría argumentada desde la psicología analítica explicando su propia neurosis no suena tan mal. Al menos es una explicación a mí misma, que me sirve.

Ahora bien, con todo ello me enfrenté a mi estúpido miedo a enmendar palabras. Me decía que no importaba, que escribiera despacio, lo que me saliera. Escribí un primer párrafo. Cuarenta palabras, cero tachones. Pausa. Recordé que puedo tomar té mientras escribo. Fui por el té. En mi viaje a la cocina, mi cabeza empezó a arrojar conclusiones, aún en desorden, pero no importa. Las conclusiones son respuestas. Terminé de preparar el té y regresé para retomar el paper. Escribí lo que mi mente empezaba a concluir. Dejé el té a un lado. Otro párrafo. Cincuenta palabras, cero tachones.

Ahora no pensaba en conclusiones, sino en preguntas, lo cual me causó una especie de angustia. Me imaginé que lo de escribir no estaba funcionando. Lo que no sabía yo era que esa era la forma en la que mi mente buscaba la certezas, así, preguntándose por ellas. No lo entendía, hasta que llegué al final del tercer párrafo. Y de nuevo, ni un solo error.

Al iniciar el cuarto párrafo la respuesta, surgió de las mismas palabras. No dejé de escribir por la obligación misma, ni por cuán distantes lucen mis escritos, ni porque tenga que seguir reglas de otras personas. Tampoco porque le tema a los tachones. Le temo a escribir cuando me tengo que enfrentar a mis propias verdades, tan ocultas de mí misma; a esas ganas de usar las palabras como armas blancas hasta despedazarme las entrañas, y a esas partes volverlas cada vez más minúsculas, y así arreglármelas para seguir viva.
Y aún, hoy, volví a escribir.

Imagen de acá.