Los encuentros casuales con él siempre me hacen replantear
mi concepto de las probabilidades. Pero es que es tan poco posible que las
coincidencias maniobren para que nosotros estemos cerca, porque hay que
decirlo, la vida se esmera en desunirnos uniéndonos esporádicamente, que cuando
nuestras presencias se cruzan es inevitable sentirse mágico por un momento,
como por dentro, como con esperanza en algo incierto. Vivimos en el constante
peligro de no encontrarnos nunca. Es extraño que él baje por ahí a esa hora
justo cuando nunca baja por ahí a esa hora y entonces yo tome esa misma ruta
porque no sé, se me dio y entonces nos crucemos y nuestras miradas se crucen y
nos saludemos distantes, como si no nos importara que todo un universo
conspirara para que estuviéramos ahí. Tal vez eso pasa cuando el destino quiere
salvarnos, a mí de no ser recordada nunca y a él de ser olvidado por completo.
Porque por mi parte es como si todo conspirara justo en el momento en que borro
de mi mente aquel cuento de hadas que me inventé y que me hacía sonreír y ahora
ya, siendo realistas o más ilusos, reemplazo en mi mente por otras pedejadas
varias. Aquello que no me deja olvidar que aún existe conspira y cruza su presencia
con la mía y ¡BANG! Explotan miles de colores invisibles que solo veo yo y por
lo tanto solo sonrío yo. Claro, como a él le da igual que el mundo se esmere en
unirnos y desunirnos y en hacer explotar colores y luego volverlo todo a su
gris habitual entonces no reacciona nunca. Y no se da cuenta que eso no es
normal y entonces será su culpa si el mundo se llega a cansar y pueda provocar
cosas peores. Pero entonces, después de encontrarnos nos desencontramos y el
mundo vuelve a ese estado de maldad en que me sigo cruzando con su nombre en
vez de con él, y con esas cosas que son más él que él mismo y a mí se me da
otra vez por quererle un poquito. Hasta que lo vuelva a ver.
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