Ella lo abrazó fuerte, parecía un momento tan poco real que quería asegurarse que de verdad estaba ocurriendo. Sus rostros se hicieron cada vez más cercanos. Él la besó y de repente todo desapareció. El tiempo simplemente había desaparecido. El mundo había desaparecido. Sólo quedaban ellos dos y nada más, nada más. Empezaron a despojarse de sus vestiduras, como su estuvieran derrumbando una muralla para por fin encontrar la felicidad del otro lado.
Sus besos viajaron por cada región del cuerpo del otro. Querían asegurarse de dejar una huella que nadie borraría y que sólo ellos dos podrían ver. Se armó un carnaval sin precedentes, una fiesta de dos. Con las pelvis juntas y el sentimiento a punto de estallar se encontraron sus miradas de nuevo. Observaron el fuego en la mirada del otro, un fuego que ellos mismos habían encendido, de esos que no queman, pero que arden lo suficiente para hacer de un momento algo más que eso. De pronto todo se calmó. Ella le susurró que lo amaba mientras él dormía y se conformó con creer que la escuchó.
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