Pero también entiendo porqué no hice mucho al respecto. Estaba tan bien que me resigné a ser fríamente feliz. A una comodidad con la que oscurecí mi maravilloso sentido de la irrealidad. Y la verdad no quería que cambiara. ¿Para qué? Puedo escribir otras cosas. Puedo escribir que soy feliz, que el sol brilla, que el viento me acaricia la cara y que no necesito nada más. Pero, como todo, ahora volví a mi papel de poeta no correspondida, de recolectora de recuerdos efímeros, de experta en excusas, de gestora de escapadas, de dueña de miradas coquetas, de sonrisas astronautas.
Y entonces entiendo que debo conservar el legado que dejaron mis ídolos y como típica tejedora de palabras, debo recurrir a escribir antes de hablarle, a regalarle versos a ese ser distante, a verle de lejos mientras me desarmo en medio de suspiros. A que la soledad me susurre que es un bien para la literatura volverse sopa de letras, porque de esto se trata, precisamente.
¿Masoquista? No sé. Yo estoy bien. Menos fría, pero bien. Siempre lo he estado. No duró mucho mi dicha de poder decir, no creo que esto me pase pronto. Pobre inocente, burlándose del amor, mientras sentados en Venus, Cortázar, Jairo Anibal, Neruda, García Márquez, Benedetti, Wilde, Poe y los demás precursores del amor escrito conspiraran para que me fijara en ese. En el menos adecuado. De nuevo.
Soy víctima de esto. Qué situación. Es el tipo menos adecuado del que he estado prendida de hilos de palabras. Estas, siendo las primeras para él mientras voy construyendo un muro que me aleja. Agh, es que los escritores somos así, armando murallas en vez de puentes, dejando del lado contrario a ese pedacito de cielo que nos inspira.
Me dedicaré a ignorar. A escribir hasta que la inspiración me lo permita. A verlo y no verlo y a sonreír. A pensar en esos luceros que tiene por ojos. A imaginar que ese podría ser el chico a quien podría regalarle avioncitos de papel, mariposas amarillas y nubes para que se convierta en mi cielo. A no comentarlo mucho como método literario factible y que con esa necesidad de compartir mi alegría, no haya más remedio de susurrárselo a las palabras, para que ellas se conviertan en mis cómplices.